This site uses cookies.
Some of these cookies are essential to the operation of the site,
while others help to improve your experience by providing insights into how the site is being used.
For more information, please see the ProZ.com privacy policy.
This person has a SecurePRO™ card. Because this person is not a ProZ.com Plus subscriber, to view his or her SecurePRO™ card you must be a ProZ.com Business member or Plus subscriber.
Affiliations
This person is not affiliated with any business or Blue Board record at ProZ.com.
Spanish to Italian: Jordi Sierra I Fabra - Las Palabras Heridas cp. 1-2-3 (full book available) General field: Art/Literary Detailed field: Poetry & Literature
Source text - Spanish A
1
La nieve era blanca.
Parecía lo más normal.
Pero ¿cuánto llevaba sin ver nieve blanca?
Era como si ya cayese sucia del cielo.
Sucia por las pisadas de las botas, por el silencio, el miedo y la desolación. Sucia porque era como si los propios pensamientos de unos y otros, soldados y prisioneros, la contaminaran. Sucia porque en el aire flotaba la misma niebla, gris y opaca, que se les metía en el cuerpo y les anulara los sentimientos.
Sentimientos, allí.
Li Huan se detuvo frente al barracón.
Sí, la nieve que lo rodeaba era blanca.
Impoluta.
Una extraña sensación.
Como si aquello fuese una isla.
Estaba cansado, había sido un viaje largo. Cuanto antes terminara con los prolegómenos y la burocracia, mejor. Aun así, permaneció quieto unos segundos, con la puerta a menos de cinco pasos. La puerta tras la cual se adivinaba un cierto calor, porque de la chimenea salía una columna de humo oscuro que se elevaba directa hacia el cielo.
No había viento.
Nada.
Solo el silencio.
Li Huan enderezó la espalda, estiró su maltrecho uniforme, se caló bien la gorra. En el cuartel del que procedía, un simple botón mal abrochado representaba gritos, un castigo, una cruz en el expediente militar. Claro que allí, tan lejos de ninguna parte, en un campo de prisioneros políticos, tal vez las cosas fueran distintas.
Se miró las botas embarradas.
Imposibles de limpiar.
Pese a ello, hizo lo que pudo con la mano izquierda.
Cinco pasos.
Dio el primero, y con el último abrió la puerta de madera.
Al otro lado, un soldado, como él, levantó la cabeza. Estaba sentado detrás de una mesa llena de papeles y parecía muy concentrado en ellos. Su cara no cambió de expresión. Siguió siendo hierática. Tendría tres o cuatro años más y debía llevar mucho tiempo haciendo lo mismo. La piel era tan blanca como la nieve que rodeaba el barracón.
Li Huan pensó que, probablemente, el sol nunca iluminara aquel rincón sombrío de la tierra.
– Cierra la puerta – le espetó el soldado al ver que se detenía más de la cuenta en el umbral.
Le obedeció.
El frío quedó en el exterior.
– ¿Eres el nuevo? – volvió a hablar el soldado.
– Sí.
– Papeles.
– Oh, claro.
Los sacó del bolsillo derecho del uniforme y se los entregó. El examen fue rápido. Tampoco le tocaba a él darle la bienvenida. Eso le correspondía al oficial al mando. El soldado acabó poniéndose en pie.
– Espera.
– Sí – asintió.
La siguiente puerta estaba a espaldas de su anfitrión. Le vio desaparecer tras ella y se quedó solo.
Li Huan miró a su alrededor.
Nada.
Pragmatismo puro.
Algunos estantes, un mapa de la zona, ningún libro. La chimenea debía de estar en el despacho del oficial. La sensación de desaliento acabó impregnándole más y más, como consumación de su largo viaje.
Qué lejos estaba de la capital.
Su mundo.
Su casa.
Por su cabeza revolotearon las voces.
– Cuánto más lejos llegues, más mundo conocerás – le había dicho su padre.
– Cumplirás una misión sagrada. Hay muchas formas de servir la patria – le había dicho su madre.
– Haz bien tu trabajo y volverás – le habían dicho los amigos.
– ¡Qué suerte tienes! – le había dicho su hermano pequeño –. ¡No harás sino vigilar a unos desgraciados, lejos de cualquier problema!
¿Suerte? ¿Allí?
¡Suerte la de él, que por ser el segundo se quedaba a cuidar de sus padres, escapando de la obligación del servicio militar que le correspondía al hijo mayor!
Tardaría no menos de tres años en regresar a casa.
Para entonces quizá Shi Lin estaría ya prometida o casada con otro.
Li Huan volvió a sentir aquel dolor.
Aquella frustración.
Recuperó el semblante serio al volver a abrirse la puerta. Si alguien interpretaba sus pensamientos, veía un resquicio o leía en sus ojos, acabaría allí mismo, pero preso. Cualquier duda equivalía a una sentencia. No podía cundir el desánimo ni el desaliento entre la tropa. Servían al líder. Servían al Partido. Servían a una idea. Defendían su libertad frente a la opresión caduca y ruin del decadente Occidente. Esa era su fuerza.
– Te recibirá ahora mismo – le dijo el soldado.
– Bien.
El otro no se sentó. Dio un par de pasos, se apoyó en la mesa y cruzó los brazos sobre el pecho.
– ¿Qué tal va todo por ahí fuera? – preguntó de manera más amigable.
– Como siempre. – Li Huan se encogió de hombros.
– Como siempre?
– Sí. – Repitió el gesto –. Todo está muy tranquilo.
– Aquí no llegan muchas noticias, ¿sabes?
– Lo imagino.
– Ya te acostumbrarás.
– Supongo.
La voz del superior llegó hasta ellos con fuerza. El soldado se apartó de la mesa y le dejó paso.
– Le gusta controlarlo todo personalmente – dijo.
– Gracias.
Li Huan cruzó el segundo umbral.
– Entra – ordenó el oficial al mando.
No levantó la cabeza para mirarle. Siguió escribiendo algo en un cuaderno. Li Huan cubrió la breve distancia, tres pasos, y se cuadró. El oficial llevaba galones de capitán, así que allí la máxima autoridad tenía un rango inferior a un comandante.
Una prueba más de lo lejos que estaban de todo.
El fuego rugía en la estufa. Unos troncos de madera se apilaban junto a ella. Por detrás del hombre, presidiendo la estancia y sus vidas, un enorme retrato del líder, el Gran Padre, con su mirada seria y penetrante. La leyenda decía que algunos incluso habían muerto al estar en su presencia o al mirarle directamente a los ojos.
Nadie se atrevió a negarlo. Para algo eran leyendas.
Cuando acabó de escribir, el oficial levantó por fin la cabeza y hundió en él sus acerados ojos.
Los papeles que acababa de entregarle el soldado de la entrada estaban allí, a un lado.
No hizo falta que los leyera de nuevo.
– Li Huan.
– Sí, mi capitán.
– Dieciocho años.
– Sí, mi capitán.
– Sabes leer y escribir mucho más allá de la evaluación media.
– Sí, mi capitán.
El oficial se reclinó en su silla. Unió las dos manos frente a si mismo y las apoyó en la mesa. Seguía muy serio.
– Deja de llamarme capitán, ¿quieres? – Su tono rezumaba fastidio –. Tengo dolor de cabeza. – Hizo una pausa –. Llámame camarada, o mejor solo asiente.
Li Huan hizo esto último.
– Ahí dice que eres listo. – Señaló el expediente –. Y que eras un buen estudiante.
– Sí, camarada.
– ¿Qué pretendías con eso?
– Quería ser escritor. – Fue sincero, porque mentir significaba una traición al Sistema –. No era más que un niño, claro. Fue antes de la Revolución. Por suerte tuve buenos maestros y me di cuenta de mi temeridad. Eso me hizo reflexionar. Se sirve con la fe ciega, no con las ideas o las palabras.
El capitán fue ahora el que asintió con la cabeza.
– Nos vendrás bien aquí – dijo –. Son nuevos tiempos, nuevas directrices, y se necesitan nuevos empujes para llevarlas a cabo. Por eso te han mandado a este campo.
– Sí, cap… camarada.
– ¿Sabes qué clase de prisioneros tenemos aquí?
– Políticos.
– No. – Chasqueó la lengua –. Es algo más que eso. Mucho peor. – Volvió a aproximarse a la mesa y se acodó en ella, sin apartar los ojos del recién llegado –. Aquí tenemos a la escoria, al cáncer de nuestra sociedad. Los disidentes políticos son los peores, Li Huan. Un traidor es un traidor, un enemigo. Pero un disidente, un intelectual, que dice amar a la patria pero niega el orden, el Sistema, el Estado popular, las directrices del Partido y de nuestro Gran Padre… – Arrastraba las palabras con asco –. Este no es un campo de prisioneros normal. Tenemos a lo peor de nosotros mismos, de nuestro pueblo. Podríamos matarlos, y eso sería lo más sencillo. Muerto el perro, muerta la rabia. Sin embargo, no somos bestias. Esa es la magnanimidad de nuestro líder.
- Aquí intentamos que juzguen su mal por sí mismos, con la esperanza de una reeducación ejemplar. A la mayoría les bastaría una palabra, pero no la pronuncian. Prefieren morir. Son obstinados. Nuestra misión, pues, no es fácil. Pero el Gran Padre confía en nosotros. Por cada uno que se salva, ganamos todos. ¿Entiendes lo que estoy diciéndote, Li Huan?
– Sí, camarada.
El capitán le apuntó con un dedo.
– No hables con ellos. Eso lo hacen los reeducadores. Ten mucho cuidado: te envenenan con las palabras y te confunden con las ideas. Va a haber cambios, de los que te informaré oportunamente. De momento haz tu trabajo y sirve a tu patria. Es un honor del que pocos pueden presumir.
Li Huan asintió.
El oficial también lo hizo.
Fin del primer encuentro.
– Preséntate al sargento de guardia. Él te dará instrucciones.
– Gracias, capitán. – Se cuadró de nuevo –. Serviré con lealtad al máximo de mis capacidades.
Su superior correspondió al saludo.
Un minuto después, caminando sobre la nieve, Li Huan pensó que todo había ido mejor de lo esperado.
A fin de cuentas, aunque «se esperaba algo de él y por eso lo habían mandado allí», no era más que un soldado.
¿O no?
2
El sargento de guardia estaba en el barracón central. Recogió su petate de la entrada, donde ya se lo habían inspeccionado y controlado, y se dirigió a él. No tuvo que preguntar. Lo primero que escuchó fueron sus gritos, su vozarrón grueso, de tono marcadamente grave, como si no hubiera hecho otra cosa en la vida que gritar y gritar. Cuando se cuadró ante el hombre, se sintió empequeñecido por su envergadura, el doble de la normal. Se preguntó si era sargento mayor a causa de ello o si por su tamaño lo habían colocado en aquel escalafón militar.
– ¿Tú eres el nuevo? – le aulló en la cara.
– Sí, mi sargento mayor.
– ¿Cómo te llamas?
– Li Huan, mi sargento mayor.
– ¿Vas a repetir siempre eso?
– ¿El qué, mi sargento mayor?
Tenía la cara a un palmo de la suya. Pero seguía gritándole.
Mirada afilada.
Aliento podrido.
– ¡Wu! – Sonó como si quisiera asustarle –. ¡Mi nombre es Wu!
– Sí, sargento Wu.
– ¿Qué edad tienes?
– Dieciocho.
No le gustó. Lo demostró con su cara de desprecio, sin cortarse.
– ¿Ahora nos mandan niños?
Li Huan no se atrevió a contestarle.
– Algo traman – rezongó Wu –. Pero aquí no nos dicen mucho. ¿Has visto ya al capitán Qun Ming?
– Sí, mi sargento.
– ¿Y?
– Ha ordenado que me presente, camarada.
El corpachón vaciló un par de segundos.
Debía gustarle que le llamaran camarada.
– Descansa –. Dejó de hablarle tan cerca de la cara –. Pareces un palo tieso.
Li Huan adoptó una posición más relajada.
Sin bajar la guardia.
– ¿De dónde vienes?
– Del Centro Asistencial 9. – Esta vez se ahorró el tratamiento.
No pasó nada.
– ¿Y te mandan aquí? – Wu movió la cabeza de lado a lado –. Sí, algo traman. En lugar de arrasar este lugar nos mandan chicos como tú. De la capital, nada menos. – Miró por la ventana, hacia la oscuridad exterior –. Yo nunca he estado en la capital, ¿sabes?
No era una pregunta. Solo un comentario en voz alta.
Tal vez una queja.
Transcurrieron cinco, seis segundos.
Hasta que el sargento recuperó su tono más agresivo.
Se volvió hacia él.
– Escucha, soldado. – Señaló al otro lado de la ventana –. Estamos aquí para cuidar de unas bestias. Si por mí fuera, ya estarían todas bajo tierra. Pero yo no soy nadie. Si nuestros líderes se empeñan en no rendirse, demostrando su valor y buen juicio, ¿quién soy yo para obstinarme en lo contrario? Si ellos creen que recuperarles sirve a un bien común y es una victoria para el Sistema, ¡haremos lo posible para que así sea! ¿Estás de acuerdo?
– Sí, sargento Wu.
– Pero eso no significa que debamos bajar la cabeza, ni ser débiles, ni respetar a quien no nos respeta. ¡Si para reeducarles hay que emplear el látigo, se emplea! ¡Si para hacerles ver la verdad hemos de hacerles sangrar, les hacemos sangrar! ¡Y si ellos prefieren morir, van a morir, pero no a su manera, sino a la nuestra! – Volvió a aproximar su rostro al de Li Huan –. ¡Esos intelectuales nos miran con superioridad aun estando aquí! ¡Se creen superiores! ¡Viven en un mundo falso creado por sus mentes fanáticas! No podemos mostrar la menor debilidad, soldado. ¡Jamás! Si ellos creen que tenemos duda, a su modo van a ganar. ¡Y eso no podemos consentírselo! ¡Si para que uno entienda hay que matar a diez, mataremos a diez, y finalmente a ese uno si, a pesar de todo, sigue sin cambiar de actitud! ¡Ese es el desafío, soldado Li Huan! ¡Ese y no otro! ¿Lo has entendido?
– Sí, sargento Wu.
Volvió a apartarse de él y, tras los gritos, acompasó la respiración. Wu era calvo, pero mantenía un fino bigotito que iba de un lado a otro de su labio superior. Tenía las manos grandes.
Manos capaces de aplastar a una persona con solo un golpe.
– Quiero el máximo de disciplina.
– Sí, camarada.
– Me contarás a mí personalmente todo lo que veas, todo lo que oigas, todo lo que intuyas, todo lo que pienses. No al capitán: a mí. Soy yo el que debe informarle a él.
– ¿Y si es él quien me pregunta?
– ¿Me tomas por tonto? ¡Entonces le respondes, naturalmente!
– Perdone, sargento Wu. – Se estremeció de manera instintiva.
– ¿Tienes frío?
– Sí, camarada.
– Ve a que te den ropa de abrigo. Luego te llevarán a tu alojamiento. Descansa esta noche. Mañana, a las seis en punto, en pie. Que tu compañero de habitación te cuente las normas del campo. ¿Alguna pregunta?
Tenía muchas, pero no quise hacerlas.
No al sargento Wu.
El barracón de intendencia estaba justo al lado. No había mucho donde escoger. Tenía media docena de uniformes, de abrigos, de botas y de casi todo lo demás. El soldado que lo examinó de pies a cabeza lo evaluó sin hacerle preguntas y le entregó un abrigo y un gorro. Luego le puso un papel sobre el mostrador.
– Pon aquí tu nombre.
– ¿He de firmar conforme recibe esto?
– ¿Tú qué crees? – El soldado le miró con sorna –. Abrigo número 57 y gorro número 35. Pobre de ti si cuando te vayas no los devuelves.
–¿Y si se rompen?
– Se cosen y en paz.
– ¿Y si pierdo algo?
No hizo falta que le contestara. Bastó con la nueva mirada de «allá tú si estás tan loco». Recogió las dos cosas y salió sin ponérselas. Las distancias en la zona exterior no eran grandes. De hecho, el campo tampoco lo era. La «máxima seguridad» residía en el hecho de que estaban muy lejos de cualquier pueblo, ciudad o lugar habitado. Fugarse era una locura. Le habían dicho que ahí permanecían encerrados menos de doscientos hombres.
Pocos salían.
Y la mayoría de los que lo lograban lo hacían muertos.
Su última etapa: el barracón de los soldados.
– La trece – le indicó un cabo que parecía ocuparse de los guardias.
En el pasillo vio una pizarra con los nombres, las asignaciones diarias y los horarios de cada uno. El suyo todavía no constaba en la relación. Abrió la puerta de la habitación trece y se encontró con una pequeña estancia con dos camas. La bombilla suspendida del techo apenas daba una luz mortecina que diseminaba sombras por las cuatro esquinas. La diminuta ventana tenía un cristal roto y un cartón cubría el hueco para que no se escapara el poco calor que daba la tubería que recorría el suelo de lado a lado, por debajo de las camas. La estufa debía de estar en alguna sala principal y hacía llegar el calor a las habitaciones por ese sistema, aunque probablemente las más alejadas apenas si lo llegaran a sentir.
La tocó.
Algo era algo.
La cama de la derecha era la que estaba ocupada. En los estantes suspendidos de la pared, a sus pies, vio algo de ropa y poco más. Se sentó en la de la izquierda sin muchas ganas de deshacer su petate. Tampoco él llevaba demasiadas cosas. El Ejército no era muy generoso. Y si en el estante ponía la fotografía de sus padres y su hermano, tal vez le acusasen de sentimental, de estar más atado a la familia que al Partido. Un signo de clara debilidad.
No era un decadente.
Quería servir, y hacerlo bien.
Ser digno.
En cualquier momento podían llamar para la cena, así que optó por no perder más tiempo. Se levantó, abrió la bolsa y sacó su ropa. La fue apilando en los estantes.
La fotografía se quedó en el petate.
Acababa de hacerlo todo cuando la puerta se abrió y por ella apareció el que debía de ser su compañero de habitación.
La persona con la que compartiría su vida en los próximos meses, quizá años.
Joven, veinte o veintiún años, rostro redondo, ojos pequeños, sonrisa comedida.
Li Huan esperó.
– Bienvenido – le dijo con una inclinación de cabeza el aparecido –. Soy Xi Shang.
3
Después de sus sombríos pensamientos al llegar al campo la tarde anterior, por la mañana se sorprendió de que luciera el sol.
Un sol frío.
Pero sol al fin y al cabo.
– ¿Preparado para tu primer día? – le preguntó Xi Shang.
– Sí.
– Entonces vamos.
Se lavaban con agua fría en unas duchas situadas al final del pasillo, aunque estas funcionaban una vez a la semana. El resto de los días lo hacían en los mismos lavaderos que servían para la ropa. Había que volver rápido a las habitaciones para evitar quedarse congelados. Con la ropa de abrigo entraban poco a poco en calor. El desayuno se servía en un comedor adyacente. Antes de salir, vio su nombre en la pizarra.
– Te han puesto conmigo. – Le hizo ver su nuevo compañero –. Para que te instruya un poco.
Apenas si habían hablado la noche anterior, porque el gong anunciando la cena sonó nada más llegar él a la habitación. En el comedor saludó a los demás guardias. Veinte en total. Uno para cada diez presos.
– ¿Y los reeducadores?
– Tienen su propio estatus – le dijo Xi Shang –. Son cinco, y viven fuera del campo, en una casa requisada aquí cerca. Van y vienen en una vieja camioneta que no siempre funciona. Cuando se estropea, se quedan en la casa. Saben que tratar de reeducar a esos criminales es tarea ímproba. Los muy testarudos… Ninguno quiere dar su brazo a torcer. Están locos.
– Entonces, el empeño del Partido en recuperarles aún es más loable, ¿no te parece?
Xi Shang le miró dudoso.
– Supongo que lo fácil es matarles y lo difícil ganarles para la causa y demostrar al mundo que tenemos razón – comentó –. Pero ¿qué nos importa lo que piense Occidente? Esos pobres y decadentes seres jamás nos entenderán. Van directos al abismo. No pueden sobrevivir, es evidente. No lo ven, pero es evidente.
– Veo que sabes mucho de lo que pasa – dijo Li Huan.
– Una vez al mes viene un programador de mantenimiento y nos habla, para refrescar y fortalecer nuestras convicciones, no se nos vayan a secar o a contaminar con la proximidad de los presos.
– Una vez al mes.
– Sí, es como ir a clase. – Sonrió.
Acabaron de desayunar. Sopa, un cuenco de arroz y una patata. No era mucho, per sí suficiente.
– Hoy toca pescado. – Xi Shang le leyó la mente –. Y los lunes, si hay suerte, un poco de carne. Los demás días, tanto en la comida como en la cena, sopa, arroz, verdura… El mes pasado hubo garbanzos. Fue estupendo. ¿Listos?
La nieve crujió bajo sus botas. No había ni rastro del sargento Wu. Dos o tres de los soldados se acercaron para desearle suerte. Xi Shan y él se encaminaron a los barracones de los presos, al otro lado de las alambradas. Solo había una torre de vigilancia.
– Cada preso tiene su propia celda, y pasa la mayor parte del tiempo aislado. No se les permite hablar con nadie, y menos con los demás presos. Por la mañana trabajan en las canteras, que están a un kilómetro de aquí. Por la tarde, después de comer, salvo si son reclamados por los reeducadores, tienen una hora para estirar las piernas y caminar por la zona común, o tumbarse antes de la puesta del sol, pero si uno trata de comunicarse con otro, de la manera que sea, acaba en una de las celdas de confinamiento, que son esas. – Señaló un búnker de cemento situado justo en el centro del campo –. Te aseguro que una semana en una de ellas, a oscuras, y con este frío, es suficiente. Es como estar en una nevera. Salen tiesos como palos. La mayoría ya están bastante enfermos, tosen… Bueno. – Se encogió de hombros –. Mueren más por enfermedades que por culpa nuestra. La enfermería está allí. – Indicó el extremo del campo –. Tenemos un médico que más parece un veterinario – se echó a reír –, pero como esos son animales… – Soltó una carcajada.
– ¿Cómo se reparte a los presos?
– Hay categorías. Están los de nivel 3, que tienen delitos leves por haber escrito o dicho algo en contra de nuestro Sistema o son sospechosos de haberlo hecho. Los de nivel 2 han atentado de palabra u obra contra nuestro Gran Padre y sus directrices. Y, por último, están los de nivel 1, que son los más peligrosos. Son intelectuales – lo dijo como si lo escupiera –. Hablan y expresan cosas que no son más que ideas subversivas. Pura propaganda capitalista.
– ¿Hay muchos de nivel 1?
– Una docena. Ese es su bloque. El nuestro.
– ¿Cómo que el nuestro?
– Principalmente estamos asignados a él.
Li Huan miró la construcción. Un rectángulo de cemento salpicado de pequeñas ventanas a lo largo de una pared.
– ¿Podemos entrar ahora?
– ¿Por qué?
– Nunca he visto a un disidente.
– No tienen tres ojos y cuatro brazos – se burló Xi Shang –. Si fuera así, sería más fácil dar con esas cucarachas. Anda, ven. A esta hora solo hacemos una inspección. A fin de cuentas, ya sé por qué Wu te ha puesto conmigo.
– ¿Ah, sí?
– Me tiene manía. Dice que soy un holgazán. Espero que no seas un confidente.
– No lo soy.
Xi Shang le lanzó una mirada de reojo. La última. Entraron en el pabellón. Frente a ellos, un largo pasillo, una galería salpicada por unos neones que cruzaban el techo de tramo en tramo. A la izquierda, las celdas. Los cerrojos eran individuales.
Aunque no había más huecos que las ventanas, y estaban cerradas con gruesos cristales, allí el frío era intenso.
Li Huan se estremeció.
Caminaron en silencio, pasando por delante de las celdas protegidas con rejas. El guardia de turno se puso en pie al verles, pero no dijo nada. En la primera retícula había un hombre dormido. Apenas si se le veía la cara porque estaba totalmente arrebujado bajo la fina manta que le cubría. En la segunda el preso hacía ejercicios gimnásticos, más para entrar en calor que para mantenerse en forma. Estaba tan flaco y demacrado como el de la tercera, sentado en la cama, o el de la cuarta, que en ese momento orinaba sobre el agujero en suelo, en una de las esquinas de la celda. Li Huan se dio cuenta de que orinaba sobre sus manos, para darles calor.
Llevaban uniformes rojos, ajados, sucios, con el número visible sobre el lado izquierdo del pecho. Un número en lugar de corazón. Debo del uniforme, como capas de una cebolla, ocultaban otra ropa. De lo contrario habrían muerto congelados.
La quinta y la sexta celdas estaban vacías.
Y en la séptima…
Había algo extraño en él.
Algo indefinible.
Li Huan volvió a estremecerse.
El hombre era bajo, no debía de sobrepasar el metro sesenta. Estaba de espaldas, quieto, y miraba por la ventana, situada medio metro por encima de su cabeza. Lo único que podía ver eran las nubes.
Y los pájaros.
Porque incluso allí había pájaros.
Li Huan se detuvo.
Y como si el silencio fuese un grito, en ese instante el preso volvió la cabeza.
Los dos se miraron.
Los dos se interpretaron.
Un largo diálogo de apenas cinco segundos.
Luego, el cautivo volvió a mirar por la ventana.
No había nada más en la celda. Ni en esta ni en las otras. Li Huan se dio cuenta de pronto. La cama, la ventana y el largo tiempo de soledad y silencio. Un mundo cargado de vacío.
Por más que lo llenasen los respectivos pensamientos.
– ¿Quién es? – le susurró al oído de Xi Shang.
– Ven. – Tiró de él de regreso a la puerta.
– ¿Por qué?
– ¿Quieres que nos oigan?
No hablaron hasta llegar al exterior. Entonces su compañero se detuvo.
– ¿Por qué te interesa ese?
– No sé, parecía diferente.
– Y lo es. – Xi Shang puso cara de circunstancias –. Es el más peligroso de cuantos están ahí.
– ¿Él?
– ¿Te extraña? Ya te he dicho que si tuvieran tres ojos y cuatro manos sería mucho más fácil. Pero por desgracia son como nosotros, y muy listos, eso hay que reconocérselo. Muy muy listos. Fíjate: sin decir nada, solo con mirarte, y ya ha hecho que preguntes por él.
– ¿Es un mago o algo así?
– No, no es un mago. Se llama Wang Zhu, aunque aquí no es más que el 139. Era profesor en la universidad antes de la Revolución. Daba clases a los estudiantes, les influía, les adoctrinaba, les inculcaba ideas absurdas y les hacía pensar. Cuando habla parece hechizar con las palabras, así que ten cuidado. Mejor aléjate de él.
– Pero has dicho que ese era nuestro pabellón.
– Cuando le lleves la comida, limítate a dejársela en la puerta y vete. Cuando hagas guardia, no lo mires. Dicen que en la India hay encantadores de serpientes. Él es un encantador de personas. – Se tocó la porra que colgaba del cinto con la mano –. ¿Sabes? Si él se reeducara, los demás le seguirían. Es un pequeño diablo. Un líder en la sombra. Pero es de los que prefiere morir, como si fuera un mártir, o un héroe, y eso lo sabemos todos, incluso el capitán Qun Ming. Wang Zhu sigue ahí, año tras año, sin ceder. No sé cómo el Partido, o quien sea, espera que cambie de idea, aunque si lo hiciera sería un gran triunfo. Enorme.
– ¿Cuántos años lleva aquí?
– Cinco – dijo Xi Shang –. Es el más veterano de todos. Parece de hierro.
Li Huan miró hacia atrás.
Al largo bloque de cemento salpicado de ventanas.
Buscó la séptima.
Le pareció que, en aquel momento, un pájaro se posaba en ella.
Pero pensó que era una ilusión.
Translation - Italian A
1
La neve era bianca.
Il che sembrava normale.
Ma da quanto non si vedeva traccia di neve bianca?
Era come se cadesse dal cielo già sporca.
Sporca per le impronte degli stivali, per il silenzio, la paura e la desolazione. Sporca perché era come se gli stessi pensieri degli uni e degli altri, soldati e prigionieri, la inquinassero. Sporca perché nell’aria fluttuava la stessa nebbia, spenta e scialba, che penetrava nei loro corpi e annullava i loro sentimenti.
Sentimenti, laggiù.
Li Huan si fermò davanti alla baracca.
Sì, la neve tutt’intorno era bianca.
Immacolata.
Una strana sensazione.
Come se si trattasse di un’isola.
Era stanco, era stato un viaggio lungo. Non vedeva l’ora di farla finita con le premesse e la burocrazia. Ciò nonostante, rimase immobile per qualche secondo, a meno di cinque passi dalla porta. Porta oltre la quale avrebbe trovato un po’ di calore, come lasciava intendere la colonna di fumo scuro che si alzava attraverso il comignolo in direzione del cielo.
Non c’era vento.
Affatto.
Solo silenzio.
Li Huan raddrizzò la schiena, si sistemò l’uniforme sgualcita, si mise bene il berretto. Nel comando da cui veniva, anche solo un bottone male allacciato era sinonimo di grida, un castigo, una croce nel fascicolo militare. Certo, laggiù, tanto lontani da nessun posto, in un campo di prigionieri politici, magari le cose erano diverse.
Si guardò gli stivali infangati.
Impossibili da pulire.
Ciononostante, fece ciò che poté con la mano sinistra.
Cinque passi.
Fece il primo, e con l’ultimo aprì la porta di legno.
Dall’altra parte, un soldato, come lui, alzò la testa. Era seduto dietro a un tavolo stracolmo di carte nelle quali sembrava alquanto assorto. Il suo volto rimase impassibile, l’espressione ieratica. Avrà avuto tre o quattro anni più di lui e doveva aver trascorso il più del suo tempo a fare la stessa cosa. Aveva la pelle bianca come la neve che circondava la baracca.
Li Huan pensò che, con tutta probabilità, il Sole non aveva mai illuminato quell’antro oscuro del pianeta.
– Chiudi la porta – gli intimò il soldato vedendolo trattenersi sulla soglia più del necessario.
Obbedì.
Il freddo rimase fuori.
– Sei quello nuovo? – riprese il soldato.
– Sì.
– Documenti.
– Ah, certo.
Li estrasse dalla tasca destra dell’uniforme e glieli consegnò. L’analisi fu celere. Non spettava neanche a lui dargli il benvenuto. Era compito dell’ufficiale in comando. Il soldato finì per alzarsi.
– Aspetta qui.
– Sì – annuì.
Un’altra porta si trovava alle spalle del suo anfitrione. Lo vide varcare la soglia e rimase da solo.
Si guardò attorno.
Niente.
Pragmatismo puro.
Qualche scaffale, una cartina della zona, nessun libro. Il camino doveva trovarsi nell’ufficio del comandante. La sensazione di sconforto lo impregnava sempre di più, a completamento del suo lungo viaggio.
Così lontana, la capitale.
Il suo mondo.
La sua casa.
Nella sua testa riecheggiarono le voci.
– Quanto più lontano andrai, tanto più conoscerai il mondo – gli aveva detto suo padre.
– Compirai una missione sacra. Ci sono molti modi di servire la patria – gli aveva detto sua madre.
– Fai bene il tuo lavoro e tornerai – gli avevano detto gli amici.
– Certo che sei fortunato! – gli aveva detto suo fratello minore –. Non farai che la guardia a dei disgraziati, lontano da qualunque problema!
Fortuna? Lì?
Fortunato lui, che essendo il più piccolo restava a prendersi cura dei loro genitori, evitando l’obbligo della leva militare obbligatoria che spettava al figlio maggiore!
Non sarebbe tornato prima di tre anni.
Per allora, chissà, Shi Lin sarebbe stata già promessa in matrimonio o sposata con qualcun altro.
Li Huan provò di nuovo quel dolore.
Quella frustrazione.
Si ricompose quando la porta tornò ad aprirsi. Se qualcuno interpretasse i suoi pensieri, notasse un pertugio o leggesse nei suoi occhi, sempre lì finirebbe, ma prigioniero. Qualsiasi dubbio equivaleva a una sentenza. La disperazione e lo sconforto non erano ammessi. Servivano il leader. Servivano il Partito. Servivano un ideale. Difendevano la loro libertà contro l’oppressione vile e caduca di un Occidente in declino. Era quella la loro forza.
– Ti riceverà all’istante – gli disse il soldato.
– Bene.
L’altro rimase in piedi. Fece qualche passo, si appoggiò al tavolo ed incrociò le braccia al petto.
– Come vanno le cose là fuori? – chiese con fare più amichevole.
– Come sempre. – Li Huan scrollò le spalle.
– Come sempre?
– Sì. – Reiterò il gesto –. Tutto è piuttosto tranquillo.
– Qui non arrivano molte notizie, sai?
– Immagino.
– Ti ci abituerai.
– Suppongo.
La voce del loro superiore li raggiunse prorompente. Il soldato si allontanò dal tavolo dandogli il via libera.
– Gli piace controllare tutto personalmente – disse.
– Grazie.
Li Huan varcò la seconda soglia.
– Entra – ordinò l’ufficiale in comando.
Non alzò lo sguardo per guardarlo. Continuò a scrivere in un quaderno. Li Huan coprì la breve distanza, tre passi, e si mise sull’attenti. L’ufficiale portava mostrine da capitano, lasciando intendere che lì la massima autorità aveva un rango inferiore a comandante.
Un’altra prova di quanto fossero lontani dal mondo.
Il fuoco ruggiva nella stufa. Accanto, una pila di tronchi di legno. Alle spalle del capitano, presiedeva la stanza, e le loro vite, un enorme ritratto del leader, il Gran Padre, con il suo sguardo serio e penetrante. La leggenda narra che alcuni erano addirittura morti dopo essersi trovati in sua presenza o per aver incrociato il suo sguardo.
Nessuno si azzardava a negarlo. Non per niente vengono dette leggende.
Una volta terminato di scrivere, l’ufficiale alzò finalmente la testa ed affondò in lui il suo sguardo d’acciaio.
I fogli che il soldato all’ingresso gli aveva appena consegnato erano lì, da un lato.
Non ebbe bisogno di rileggerli.
– Li Huan.
– Sì, mio capitano.
– Diciotto anni.
– Sì, mio capitano.
– Sai leggere e scrivere ben oltre la media.
– Sì, mio capitano.
L’ufficiale si reclinò nella sua sedia. Unì le due mani davanti a sé e le appoggiò sul tavolo. Rimase molto serio.
– Smettila di chiamarmi capitano, ti va? – Il suo tono celava fastidio –. Mi fa male la testa. – Fece una pausa –. Chiamami camerata o, meglio, dì di sì e basta.
Li Huan optò per la seconda opzione.
– Qui c’è scritto che sei uno in gamba. – Indicò il fascicolo –. E che eri un buono studente.
– Sì, camerata.
– E cosa volevi ottenere con questo?
– Volevo diventare scrittore. – Fu sincero, perché mentire voleva dire tradire il Sistema –. Certo, non ero che un bambino. Fu prima della Rivoluzione. Per mia fortuna ho avuto dei buoni maestri e mi sono reso conto della sconsideratezza della cosa. Ciò mi ha fatto riflettere. Si serve con la cieca fede, non con le parole o le idee.
Ora fu il capitano ad assentire con un cenno del capo.
– Ci farai comodo qui – disse –. Sono tempi nuovi, direttrici nuove, e c’è bisogno di nuove leve per portarle a termine. Per questo sei stato mandato in questo campo.
- Sì, cap… camerata.
- Sai che tipo di prigionieri abbiamo qui?
- Politici.
No. – Schioccò la lingua –. È qualcosa di più. Di gran lunga peggiore. – Si riavvicinò al tavolo e vi si poggiò coi gomiti, senza staccare gli occhi di dosso al nuovo arrivato –. Qui abbiamo la feccia, il cancro della nostra società. I dissidenti politici sono i peggiori, Li Huan. Un traditore è un traditore, un nemico. Ma un dissidente, un intellettuale, che dice di amare la patria ma rinnega l’ordine, il Sistema, lo Stato popolare, le direttrici del Partito e del nostro Grande Padre… – Articolava quelle parole con disgusto –. Questo non è il classico campo di reclusione. Qui ci sono i peggiori di noi, della nostra specie. Potremmo ucciderli, sarebbe la via più semplice. Morto l’untore, morta la peste. Tuttavia, non siamo bestie. È questa la magnanimità del nostro leader.
Qui proviamo a far sì che giudichino da soli i propri mali, con la speranza di una rieducazione esemplare. Ai più basterebbe una parola, ma si rifiutano di pronunciarla. Preferiscono morire. Sono ostinati. D’altronde, la nostra non è una missione facile. Ma il Gran Padre si fida di noi. Per uno che si salva, vinciamo tutti. Capisci cosa ti sto dicendo, Li Huan?
– Sì, camerata.
Il capitano gli puntò contro il dito.
– Non parlare non loro. A questo ci pensano i rieducatori. Fai molta attenzione: ti avvelenano con le parole e ti confondono con le idee. Ci saranno dei cambiamenti, dei quali verrai informato a tempo debito. Per il momento compi il tuo dovere e servi la tua patria. È un onore che possono vantare in pochi.
Li Huan annuì.
L’ufficiale fece lo stesso.
Fine del primo incontro.
– Presentati al sergente di guardia. Lui ti dirà che cosa fare.
– Grazie, capitano. – Si mise di nuovo sull’attenti –. Servirò con lealtà al massimo delle mie capacità.
Il suo superiore corrispose al saluto.
Un minuto dopo, camminando sulla neve, Li Huan pensò che tutto era andato meglio del previsto.
In fin dei conti, anche se «si aspettava qualcosa da lui e per questo lo avevano mandato lì», non era che un semplice soldato.
O no?
2
Il sergente di guardia si trovava nella baracca centrale. Recuperò la sua sacca all’ingresso, dov’era già stata ispezionata e controllata, e si diresse verso di lui. Non gli fu difficile trovarlo. La prima cosa che sentì furono le sue grida, il suo vocione grosso, dal tono marcatamente grave, come se non avesse fatto altro nella vita che gridare e gridare. Quando gli si presentò davanti sull’attenti, si sentì rimpicciolito per la sua stazza, il doppio della norma. Si chiese se fosse sergente maggiore a causa di ciò o se gli avessero conferito quel rango per le sue dimensioni.
– Tu sei quello nuovo? – gli sbraitò in faccia.
– Sì, mio sergente maggiore.
– Come ti chiami?
– Li Huan, mio sergente maggiore.
– Lo ripeterai all’infinito?
– Che cosa, mio sergente maggiore?
Aveva il volto ad un palmo dal suo. Eppure continuava a strillare.
Lo sguardo tagliente.
L’alito putrido.
– Wu! – Suonò come se volesse spaventarlo –. Il mio nome è Wu!
– Sì, sergente Wu.
– Quanti anni hai?
– Diciotto.
Non gli piacque. Lo confermò il suo volto sprezzante, senza riserbo.
– Ora ci mandano i mocciosi?
Li Huan non si azzardò a rispondergli.
– Tramano qualcosa – borbottò Wu –. Ma qui non ci dicono molto. Hai già incontrato il capitano Qun Ming?
– Sì, mio sergente.
– E?
– Ha ordinato che mi presenti, camerata.
L’omaccione vacillò per qualche secondo.
Camerata. Suonava bene.
– Riposa –. Smise di parlargli così vicino alla faccia –. Sembri impalato.
Li Huan adottò una posizione più comoda.
Senza abbassare la guardia.
– Da dove vieni?
– Dal Centro di Assistenza 9. – Questa volta si risparmiò il rango.
Non accadde nulla.
– E ti hanno mandato qua? – Wu mosse la testa da un lato all’altro –. Sì, qui gatta ci cova. Anziché radere al suolo questo posto ci mandano ragazzini come te. Dalla capitale, addirittura. – Guardò dalla finestra, verso l’oscurità esterna –. Io non ci sono mai stato nella capitale, sai?
Non era una domanda. Solo un commento ad alta voce.
Magari una lamentela.
Trascorsero cinque, sei secondi.
Finché il sergente riprese col suo tono più aggressivo.
Si voltò verso di lui.
– Ascolta, soldato. – Indicò fuori dalla finestra –. Siamo qui per badare a delle bestie. Fosse per me, sarebbero già tutti sottoterra. Ma non sono nessuno, io. Se i nostri leader si impegnano a non arrendersi, dimostrando il loro valore e il loro buon senso, chi sono io per ostinarmi a fare il contrario? Se loro credono che recuperarli possa servire per un bene comune e che sarebbe una vittoria per il Sistema, faremo il possibile affinché ciò accada! Non sei d’accordo?
– Sì, sergente Wu.
– Ma ciò non significa che dobbiamo abbassare la testa, né essere deboli, né rispettare chi non ci rispetta. Se per rieducarli bisogna usare la frusta, si usa! Se per mostrar loro la retta via dobbiamo farli sanguinare, li facciamo sanguinare! E se preferiscono morire, moriranno, ma non a modo loro, a modo nostro! – Si riavvicinò al volto di Li Huan –. Quegli intellettuali ci guardano dall’alto in basso pur stando rinchiusi! Si credono superiori! Vivono in un mondo fittizio plasmato dalle loro menti fanatiche! Non possiamo mostrare la minima debolezza, soldato. Mai! Se pensano che abbiamo dei dubbi, troveranno un modo per vincere. E questo non possiamo permetterglielo! Se perché uno capisca bisogna ammazzarne dieci, ne ammazzeremo dieci, e infine quell’uno se, nonostante tutto, non cambierà d’attitudine. È questa la sfida, soldato Li Huan! Questa e nessun’altra! Hai capito?
– Sì, sergente Wu.
Indietreggiò di nuovo e, consumate le urla, regolò la respirazione. Wu era calvo, ma portava un baffetto sottile che gli sormontava il labbro superiore da una parte all’altra. Aveva le mani grandi.
Mani capaci di schiacciare una persona con un colpo solo.
– Esigo il massimo della disciplina.
– Sì, camerata.
– Racconterai a me personalmente qualunque cosa: ciò che vedrai, ciò che sentirai, ciò che intuirai, ciò che penserai. Non al capitano: a me. Spetta a me riferirglielo.
– E se fosse lui a chiedermelo?
– Mi prendi per stupido? In quel caso gli rispondi, che domande!
– Mi perdoni, sergente Wu. – Rabbrividì istintivamente.
– Hai freddo?
– Sì, camerata.
– Vai e fatti dare dei vestiti pesanti. Quindi verrai condotto al tuo alloggio. Stanotte riposa. Domani, alle sei in punto, in piedi. Il tuo compagno di stanza ti spiegherà le regole del campo. Qualche domanda?
Ne aveva un’infinità, ma preferì non farle.
Non al sergente Wu.
La fureria si trovava giusto al lato. Non c’era molto tra cui scegliere: una mezza dozzina di uniformi, di cappotti, di stivali e di quasi tutto il resto. Il soldato che lo esaminò dalla testa ai piedi lo valutò senza rivolgergli domande e gli consegnò un cappotto e un berretto. Quindi gli porse un foglio sulla scrivania.
– Metti il tuo nome qui.
– Devo firmare per prendere queste cose?
– Tu che dici? – Il soldato lo guardò burlandosene –. Cappotto n. 57 e berretto n. 35. Povero te se prima di andartene non li riconsegni.
– E se si strappano?
– Si ricuciono e amen.
– E se perdo qualcosa?
Una risposta non era necessaria. Bastò quello sguardo nuovo da «se proprio ci tieni, a fare il pazzo». Prese le due cose e se ne andò senza indossarle. Le distanze all’esterno non erano ampie. Di fatto, nemmeno il campo lo era. La «massima sicurezza» stava nel fatto che erano lontanissimi da qualunque villaggio, città o luogo abitato. Evadere era una follia. Gli avevano detto che lì, incarcerati, c’erano meno di duecento uomini.
In pochi uscivano.
E la maggior parte di coloro che ci riuscivano lo faceva stesi.
Ultima tappa: la baracca dei soldati.
– La tredici – gli indicò un caporale che sembrava occuparsi delle guardie.
Nel corridoio notò una lavagna con i nomi, le assegnazioni giornaliere e gli orari di ciascuno. Il suo ancora non figurava. Aprì la porta della camera numero tredici e si ritrovò in una piccola stanza con due letti. La lampadina appesa al soffitto emanava appena una luce fievole che spargeva ombra per i quattro angoli. La minuscola finestra aveva un vetro rotto ed un cartone tappava il buco affinché non scappasse il poco calore prodotto dalla tubatura che attraversava il pavimento da un lato all’altro, passando sotto i letti. La stufa doveva trovarsi in qualche sala principale e faceva arrivare il calore alle stanze attraverso questo sistema, per quanto probabilmente le più lontane a malapena sarebbero riuscite a sentirlo.
La toccò.
Era pur sempre qualcosa.
Il letto di destra era quello occupato. Sui ripiani appesi al muro, ai suoi piedi, notò qualche indumento e poco più. Si accomodò sul letto di sinistra senza troppa voglia di disfare la sua sacca. Nemmeno lui aveva portato troppe cose. L’Esercito non era molto generoso. E se sulla mensola avesse messo la fotografia dei suoi genitori e di suo fratello, magari lo avrebbero accusato di sentimentalismo, di essere legato alla famiglia più che al Partito. Un segno di palese debolezza.
Non era uno smidollato.
Voleva servire, e voleva farlo bene.
Esserne degno.
Avrebbero potuto chiamare per la cena da un momento all’altro, quindi decise di non perdere altro tempo. Si alzò, aprì la borsa e prese i suoi vestiti. Li impilo sui ripiani.
La fotografia rimase nella sacca.
Aveva terminato di fare tutto quando la porta si aprì ed apparve colui che doveva essere il suo compagno di stanza.
La persona con la quale avrebbe condiviso la sua vita durante i prossimi mesi, forse anni.
Giovane, venti o ventun anni, volto paffuto, occhi piccoli, sorriso misurato.
Li Huan aspettò.
– Benvenuto – gli disse inclinando la testa l’appena entrato –. Sono Xi Shang.
3
Dopo i cupi pensieri una volta giunto al campo la sera prima, al mattino si meravigliò che splendesse il Sole.
Un sole freddo.
Ma sole in tutto e per tutto.
– Pronto per il tuo primo giorno? – gli domandò Xi Shang?
– Sì.
– Allora andiamo.
Si lavavano con l’acqua gelida delle docce situate in fondo al corridoio, per quanto funzionassero una volta a settimana. Gli altri giorni lo facevano nelle stesse tinozze che usavano per i vestiti. Bisognava essere rapidi a tornare nelle camere per non rischiare di rimanere congelati. Gli abiti pesanti li scaldavano gradualmente. Il pranzo veniva servito in una mensa adiacente. Prima di uscire, vide il suo nome sulla lavagna.
– Ti hanno messo con me. – Gli fece notare il suo nuovo compagno –. Perché ti spieghi un po’ come vanno le cose.
Non si erano quasi rivolti parola la notte prima, visto che il gong della cena aveva suonato non appena Xi Shang aveva messo piede in camera. In mensa salutò le altre guardie. Venti in tutto. Una per ogni dieci prigionieri.
– E i rieducatori?
– Hanno un loro status – gli spiegò Xi Shang –. Sono cinque, e vivono al di fuori del campo, in una casa requisita qui vicino. Vanno e vengono in un vecchio furgone che non sempre funziona. Quando si rompe, rimangono in casa. Sanno che tentare di rieducare quei criminali è un’impresa ardua. Quei testardi… Nessuno vuole darla vinta. Sono pazzi.
– Allora, l’impegno del Partito nel recuperarli è ancor più lodevole, non ti pare?
Xi Shang lo guardò dubbioso.
– Suppongo che la parte facile sia ammazzarli e quella difficile convincerli ad abbracciare la causa e dimostrare al mondo che abbiamo ragione – commentò –. Tutto sommato che ce ne importa di cosa pensi l’Occidente? Quei poveri esseri rammolliti mai ci capiranno. Vanno dritti verso il baratro. Non possono sopravvivere, è palese. Loro non se ne accorgono, ma è palese.
– Vedo che di cose ne sai abbastanza – disse Li Huan.
– Una volta al mese viene un programmatore di mantenimento a parlarci, per rinfrescare e rafforzare le nostre convinzioni, non sia mai che si affievoliscano o si contaminino per la vicinanza con i prigionieri.
– Una volta al mese.
– Sì, è come andare a scuola. – Sorrise.
Finirono di mangiare. Zuppa, una ciotola di riso e una patata. Molto non era, sufficiente sì.
– Oggi pesce. – Xi Shang gli lesse la mente –. E il lunedì, se siamo fortunati, un po’ di carne. Gli altri giorni, a pranzo o a cena che sia, zuppa, riso, verdura… Il mese scorso c’erano i ceci. Fantastico. Pronti?
La neve scricchiolò al loro passaggio. Non c’era neanche l’ombra del sergente Wu. Due o tre soldati lo avvicinarono per augurargli buona fortuna. Lui e Xi Shang si diressero verso le baracche dei prigionieri, dall’altro lato del filo spinato. C’era un’unica torre di guardia.
– Ogni prigioniero ha la sua cella, e trascorre la maggior parte del tempo isolato. Non è permesso loro di parlare con nessuno, tantomeno con gli altri prigionieri. La mattina lavorano nelle cave, che si trovano a un chilometro da qui. Il pomeriggio, dopo aver mangiato, a meno che non vengano richiamati dai rieducatori, hanno un’ora per sgranchirsi le gambe e camminare per la zona comune, o stendersi prima del tramonto, ma se uno di loro prova anche solo a comunicare con un altro, non importa come, finisce dritto in isolamento, quelle sono le celle. – Indicò un bunker di cemento situato giusto al centro del campo –. Ti assicuro che una settimana in una di esse, al buio, e con questo gelo, è sufficiente. È come stare in un congelatore. Escono che sembrano sculture di ghiaccio. La maggior parte è già malaticcia di suo, tossisce… Ecco. – Scrollò le spalle –. Ne muoiono più per malattia che non per colpa nostra. L’infermeria si trova lì. – Indicò verso l’estremità del campo –. Abbiamo un medico che sembra più un veterinario – scoppiò a ridere –, ma trattandosi di animali… – Rise fragorosamente.
– Come sono suddivisi i prigionieri?
– Per categorie. Ci sono quelli di livello 3, che hanno commesso reati minori dicendo o scrivendo qualcosa contro il nostro Sistema o sono sospettati di averlo fatto. Quelli di livello 2 hanno attentato con parole o opere contro il Gran Padre e le sue direttrici. E, infine, ci sono quelli di livello 1, i più pericolosi. Sono intellettuali – lo disse come se lo stesse sputando –. Parlano ed esprimono concetti che non sono altro che idee sovversive. Pura propaganda capitalista.
– Ce ne sono molti di livello 1?
– Una dozzina. Quello è il loro blocco. Il nostro.
– Come il nostro?
– Principalmente è lì che siamo assegnati.
Li Huan osservò l’edificio. Un rettangolo di cemento disseminato di minute finestre lungo una parete.
– Possiamo entrarci ora?
– Perché?
– Non l’ho mai visto un dissidente.
– Non hanno mica tre occhi e quattro braccia – si burlò di lui Xi Shang –. Se così fosse, sarebbe più facile scovare quegli scarafaggi. Dai, vieni. A quest’ora facciamo solo un giro d’ispezione. In fin dei conti, ormai ho so perché Wu ti ha messo con me.
– Ah, sì?
– Ce l’ha con me. Dice che sono uno scansafatiche. Spero non glielo andrai a ridire.
– Non lo farò.
Xi Shang gli lanciò un’occhiata di sbieco. L’ultima. Entrarono nel padiglione. Davanti a loro, un lungo corridoio, una galleria disseminata di neon che attraversavano il soffitto di tratto in tratto. Sulla sinistra, le celle. Le serrature erano singole.
Nonostante il numero dei fori non superasse quello delle finestre, chiuse da spessi vetri, là dentro il freddo era intenso.
Li Huan rabbrividì.
Camminarono in silenzio, passando davanti alle celle protette da grate. La guardia di turno si alzò in piedi vedendoli, ma non disse nulla. Nella prima gabbia c’era un uomo che dormiva. A malapena gli si intravedeva il volto per quanto si era raggomitolato sotto al fino lenzuolo che lo copriva. Nella seconda il prigioniero faceva esercizio fisico, più per scaldarsi che per mantenersi in forma. Era smunto e smagrito come quello della terza, seduto sul letto, o quello della quarta, che in quel momento stava urinando in un buco nel pavimento, in un angolo della cella. Li Huan notò che si stava urinando sulle mani, per scaldarsele.
Portavano delle uniformi rosse, sciupate, sudice, con il numero ben in vista sul lato sinistro del petto. Un numero al posto del cuore. Sotto l’uniforme, come strati di una cipolla, celavano altri vestiti. Altrimenti sarebbero morti congelati.
La quinta e la sesta cella erano vuote.
Nella settima…
C’era qualcosa di strano in lui.
Qualcosa di indefinibile.
Li Huan rabbrividì nuovamente.
L’uomo era minuto, non doveva superare il metro e sessanta. Era di spalle, immobile, e guardava dalla finestra, collocata a mezzo metro dalla sua testa. L’unica cosa che poteva vedere erano le nuvole.
E gli uccelli.
Perché anche lì c’erano gli uccelli.
Li Huan si fermò.
E come se il silenzio fosse un grido, in quell’istante il prigioniero si voltò.
I due si guardarono.
I due si interpretarono.
Cinque secondi di lungo dialogo.
Poi, il prigioniero tornò a guardare dalla finestra.
Non c’era altro nella cella. In quella come nelle altre. Li Huan se ne accorse di punto in bianco. Il letto, la finestra e il lungo tempo di silenzio e solitudine. Un mondo colmo di vuoto.
Per quanto lo riempissero i rispettivi pensieri.
– Chi è? – sussurrò all’orecchio di Xi Shang.
– Vieni. – Lo strattonò allontanandolo dalla porta.
– Perché?
– Vuoi che ci sentano?
Non parlarono finché non furono usciti. Quindi il suo compagno si fermò.
– Perché ti interessa quello lì?
– Non saprei, sembrava diverso.
– E lo è. – Xi Shang assunse un’espressione di circostanza –. È il più pericoloso di tutti.
– Quello?
– Non ci credi? Ti ho già detto che se avessero tre occhi e quattro mani sarebbe molto più facile. Ma disgraziatamente sono come noi, e molto svegli, questo bisogna riconoscerglielo. Molto, molto svegli. Facci caso: senza aprir bocca, solo guardandoti, ed è già riuscito a farti chiedere di lui.
– È un mago o roba del genere?
– No, non è un mago. Si chiama Wang Zhu, anche se qui non è che il numero 139. Era professore all’università prima della Rivoluzione. Impartiva lezioni agli studenti, li influenzava, li addottrinava, inculcava loro idee assurde e faceva sì che pensassero. Quando parla le sue parole sembrano sortilegi, quindi fai attenzione. È meglio se gli stai lontano.
– Ma se hai detto che questo era il nostro padiglione.
– Quando gli porterai da mangiare, limitati a lasciarglielo alla porta e vattene. Quando starai di guardia, non guardarlo neanche. Dicono che in India ci siano incantatori di serpenti. Lui è un incantatore di uomini. – Con la mano toccò il manganello che portava appeso alla cintura –. Sai? Se lui accettasse la rieducazione, gli altri lo seguirebbero. È un piccolo diavolo. Un leader nell’ombra. Ma è uno di quelli che preferirebbe morire, come se fosse un martire, o un eroe, e questo lo sanno tutti, compreso il capitano Qun Ming. Wang Zhu se ne resta lì, anno dopo anno, senza crollare. Non so come il Partito, o chiunque sia, si aspetti che cambi idea, ma se mai si decidesse a farlo sarebbe un grande trionfo. Enorme.
– Da quanti anni è qui?
– Cinque – disse Xi Shang –. È il più veterano di tutti. Sembra fatto di ferro.
Li Huan guardò indietro.
Il lungo blocco di cemento disseminato di finestre.
Cercò la settima.
Gli parve che, in quel momento, un uccellino vi si posasse.
Ma pensò che fosse un’illusione.
Spanish to Italian: Carlos Ruiz Zafón - La Rosa de Fuego cp. 1-2-3 (full novel available) General field: Art/Literary Detailed field: Poetry & Literature
Source text - Spanish Y así, llegado el 23 de abril, los presos de la galería se volvieron a mirar a David Martín, que yacía en la sombra de su celda con los ojos cerrados, y le pidieron que les contase una historia con la que ahuyentar el tedio. “Os contaré una historia”, dijo él. “Una historia de libros, de dragones y de rosas, como manda la fecha, pero sobre todo una historia de sombras y ceniza, como mandan los tiempos...”
(de los fragmentos perdidos de ‘El Prisionero del Cielo’)
1.
Cuentan las crónicas que cuando el hacedor de laberintos llegó a Barcelona a bordo de un bajel procedente de Oriente ya portaba consigo el germen de la maldición que habría de teñir el cielo de la ciudad de fuego y sangre.
Corría el año de gracia de 1454 y una plaga de fiebre había diezmado la población durante el invierno, dejando la ciudad velada por un manto de humo ocre que ascendía de las hogueras donde ardían cadáveres y mortajas de centenares de difuntos.
La espiral de miasma podía verse a lo lejos, reptando entre torreones y palacios para alzarse en un augurio funerario que advertía a los viajeros que no se aproximasen a las murallas y pasaran de largo.
El Santo Oficio había decretado que la ciudad fuera sellada y su investigación había determinado que la plaga se había originado en un pozo cercano al barrio judío del Call de Sanaüja, donde una diabólica conjura de usureros semitas había envenenado las aguas, tal y como días de interrogatorios a hierro demostraron más allá de cualquier duda.
Expropiados sus cuantiosos bienes y arrojados a una fosa del pantano lo que quedaba de sus despojos, sólo cabía esperar que la oración de los ciudadanos de bien devolviera la bendición de Dios a Barcelona.
Cada día que pasaba eran menos los fallecidos y más los que sentían que lo peor ya había quedado atrás.
Quiso empero el destino que los primeros fueran los afortunados y los segundos pronto hubieran de envidiar a quienes habían dejado ya aquel valle de miserias.
Para cuando alguna voz tenue se atrevió a sugerir que un gran castigo caería de los cielos para purgar la infamia perpetrada In Nomine Dei contra los comerciantes judíos, ya era tarde.
Nada cayó del cielo excepto ceniza y polvo. El mal, por una vez, llegó por mar.
2.
El buque fue avistado al alba.
Unos pescadores que reparaban sus redes frente a la Muralla de Mar lo vieron emerger de la bruma arrastrado por la marea. Cuando la proa encalló en la orilla y el casco se escoró a babor, los pescadores se encaramaron a bordo. Un hedor intenso emanaba de las entrañas del barco. La bodega estaba inundada y una docena de sarcófagos flotaba entre los escombros.
A Edmond de Luna, el hacedor de laberintos y único superviviente de la travesía, lo encontraron atado al timón y quemado por el sol. Al principio lo tomaron por muerto, pero al examinarlo pudieron observar que todavía le sangraban las muñecas bajo las ataduras y que sus labios exhalaban un frío aliento.
Portaba un cuaderno de piel en el cinto, pero ninguno de los pescadores pudo hacerse con él, pues para entonces ya se había personado en el puerto un grupo de soldados cuyo capitán, siguiendo órdenes del Palacio Episcopal, que había sido alertado de la llegada del buque, ordenó que se trasladase al moribundo al cercano hospital de Santa Marta y apostó a sus hombres para que custodiaran los restos del naufragio hasta que los oficiales del Santo Oficio pudieran llegar para inspeccionar el barco y dilucidar cristianamente lo que había sucedido.
El cuaderno de Edmond de Luna fue entregado al gran inquisidor Jorge de León, brillante y ambicioso paladín de la iglesia que confiaba en que sus empeños en pos de la purificación del mundo le granjeasen pronto la condición de beato, santo y luz viva de la fe.
Tras somera inspección, Jorge de León dictaminó que el cuaderno había sido compuesto en una lengua ajena a la cristiandad y ordenó que sus hombres fueran a buscar a un impresor llamado Raimundo de Sempere que tenía un modesto taller junto al portal de Santa Ana y que, habiendo viajado en su juventud, conocía más lenguas de las que eran aconsejables para un cristiano de bien. Bajo amenaza de tormento, el impresor Sempere fue obligado a jurar que guardaría el secreto de cuanto le fuese revelado. Sólo entonces se le permitió inspeccionar el cuaderno en una sala custodiada por centinelas en lo alto de la biblioteca de la casa del arcediano, junto a la catedral.
El inquisidor Jorge de León observaba con atención y codicia.
“Creo que el texto está compuesto en persa, su santidad”, musitó un Sempere aterrorizado.
“Todavía no soy santo”, matizó el inquisidor. “Pero todo se andará. Prosiga...”
Y fue así como, durante toda la noche, el impresor de libros Sempere empezó a leer y a traducir para el gran inquisidor el diario secreto de Edmond de Luna, aventurero y portador de la maldición que habría de traer la bestia a Barcelona.
3.
Treinta años atrás Edmond de Luna había partido de Barcelona rumbo a oriente en busca de prodigios y aventuras. Su travesía por el mar Mediterráneo lo había llevado a islas prohibidas que no aparecían en mapas de navegación, a compartir lecho con princesas y criaturas de naturaleza inconfesable, a conocer los secretos de civilizaciones enterradas por el tiempo y a iniciarse en la ciencia y el arte de la construcción de laberintos, don que habría de hacerlo célebre y merced al cual obtuvo empleo y fortuna al servicio de sultanes y emperadores.
Con el paso de los años, la acumulación de placeres y riquezas apenas significaba nada ya para él. Había saciado su sed de codicia y ambición más allá de los sueños de cualquier mortal y, ya en la madurez y sabiendo que sus días caminaban hacia el ocaso, se dijo que nunca más volvería a prestar sus servicios a menos que fuese a cambio de la mayor de las recompensas, el conocimiento prohibido.
Durante años declinó las invitaciones para construir los más prodigiosos e intrincados laberintos porque nada de lo que le ofrecían a cambio le era deseable. Creía ya que no había tesoro en el mundo que no se le hubiese ofrecido cuando llegó a sus oídos que el emperador de la ciudad de Constantinopla requería sus servicios, a cambio de los cuales estaba dispuesto a ofrecer un secreto milenario al que ningún mortal había tenido acceso durante siglos. Aburrido y tentado por una última oportunidad para reavivar la llama de su alma, Edmond de Luna visitó al emperador Constantino en su palacio.
Constantino vivía bajo la certeza de que, tarde o temprano, el cerco de los sultanes otomanos acabaría con su imperio y borraría de la faz de la tierra el saber que la ciudad de Constantinopla había acumulado durante siglos. Por ese motivo deseaba que Edmond proyectase el mayor laberinto jamás creado, una biblioteca secreta, una ciudad de libros que habría de existir oculta bajo las catacumbas de la catedral de Hagia Sophia donde los libros prohibidos y los prodigios de siglos de pensamiento pudieran ser preservados para siempre.
A cambio, el emperador Constantino no le ofrecía tesoro alguno. Simplemente un frasco, un pequeño botellín de cristal tallado que contenía un líquido escarlata que brillaba en la oscuridad. Constantino sonrió extrañamente al tenderle el frasco.
“He esperado muchos años antes de poder encontrar al hombre merecedor de este don”, explicó el emperador. “En las manos equivocadas, éste podría ser un instrumento para el mal”. Edmond lo examinó fascinado e intrigado.
“Es una gota de sangre del último dragón”, murmuró el emperador. “El secreto de la inmortalidad”.
Translation - Italian E così, giunto il 23 aprile, i prigionieri del braccio si voltarono a guardare David Martin, il quale giaceva nell’ombra della sua cella con gli occhi serrati, chiedendogli di raccontare loro una storia con cui scacciare il tedio. “Vi racconterò una storia”, disse lui. “Una storia di libri, di draghi e di rose, come vuole la data , ma soprattutto una storia di ombre e cenere, come vogliono i tempi…”
(tratto dai frammenti smarriti de “Il Prigioniero del Cielo”)
1.
Narrano le cronache che quando il costruttore di labirinti giunse a Barcellona a bordo di un’imbarcazione proveniente da Oriente portava già con sé il germe della maledizione che avrebbe tinto il cielo della città di fuoco e sangue.
Correva l’anno domini 1454 e un’epidemia di febbre aveva decimato la popolazione durante l’inverno, lasciando la città offuscata da un velo di fumo ocra che si alzava dai roghi dove ardevano cadaveri e sudari di centinaia di defunti.
La spirale del miasma poteva scorgersi da lontano, serpeggiando tra palazzi e torrioni per levarsi in un monito funesto che avvertiva i viaggiatori di non avvicinarsi alle mura, di starne alla larga.
Il Sant’Uffizio aveva decretato che la città venisse chiusa e le indagini avevano stabilito che la piaga fosse scaturita da un pozzo non lontano dal quartiere ebraico di Sanaüja, dove una diabolica congiura di usurai semiti aveva ammorbato le acque, come dimostrato da giorni interi di interrogatori a fuoco aldilà di ogni dubbio.
Espropriati dei loro ingenti averi e seppellito nella melma ciò che restava dei loro avanzi, c’era solo da sperare che le preghiere dei bravi cittadini restituissero a Barcellona la benedizione divina.
Ogni giorno diminuivano le vittime e aumentavano coloro che credevano che il peggio fosse passato.
Volle però il destino che la fortuna baciasse i primi e che i secondi avessero di lì a poco invidiato coloro che avevano già lasciato quella valle di miseria.
Quando una esile voce osò assumere che un enorme castigo sarebbe sceso dal cielo per purgare l’infamia perpetrata in nomine Dei contro i mercanti giudei, era già tardi.
Nulla scese dal cielo tranne polvere e cenere. Per una volta, il male venne dal mare.
2.
La nave fu avvistata all’alba.
Alcuni pescatori che riparavano le loro reti di fronte alla Muraglia a Mare lo videro stagliarsi dalla bruma trascinato dalla marea. Quando la prua si incagliò nella costa e lo scafo s’inclinò a babordo, i pescatori si arrampicarono a bordo. Un fetore intenso proveniva dalle viscere della nave. La stiva La stiva era inondata e una dozzina di sarcofagi galleggiava fra i detriti.
Edmond De Luna, il costruttore di labirinti e l’unico superstite della traversata, venne trovato legato al timone e bruciato dal sole. Dapprima fu dato per morto, ma all’esaminare il corpo notarono che i polsi gli sanguinavano ancora sotto le corde e le labbra esalavano un fresco respiro.
Portava un taccuino di pelle alla cintura, ma nessuno dei pescatori riuscì ad appropriarsene poiché, nel frattempo, aveva fatto la sua comparsa al porto un gruppo di soldati il cui capitano, su ordine del Palazzo Episcopale, allertato dell’arrivo della nave, ordinò che il moribondo venisse trasferito al vicino ospedale di Santa Marta e appostò i suoi uomini perché sorvegliassero ciò che restava del naufragio finché non fossero arrivati i funzionari del Sant’Uffizio a ispezionare la nave e a chiarire cristianamente l’accaduto.
Il taccuino di Edmond De Luna fu consegnato al Grande Inquisitore Jorge de León, brillante e ambizioso paladino della Chiesa convinto che il suo impegno in nome della purificazione del mondo gli avrebbe assicurato di lì a breve la nomina a beato, santo e viva luce della fede.
In seguito ad una corriva analisi, Jorge de León dichiarò che il taccuino fosse stato scritto in una lingua estranea alla cristianità ed ordinò ai suoi di andare a cercare un certo stampatore, Raimundo de Sempere, il quale gestiva una modesta bottega affianco al sagrato di Sant’Anna e che, avendo viaggiato in gioventù, conosceva più lingue di quelle raccomandabili per un bravo cristiano. Sotto minaccia di tortura, lo stampatore Sempere venne costretto a giurare di mantenere il segreto di quanto gli fosse stato rivelato. Solo allora gli venne permesso d’ispezionare il taccuino in una sala sorvegliata da sentinelle dall’alto della biblioteca della casa dell’arcidiacono, nei pressi della cattedrale.
L’Inquisitore Jorge de León osservava con attenzione e bramosia.
– Presumo che il testo sia stato composto in persiano, sua Santità” – biascicò Sempere terrorizzato.
– Non sono un santo ancora – puntualizzò l’Inquisitore. – Ma quello verrà col tempo. Prosegua…
E fu così che, per tutta la notte, Sempere lo stampatore di libri iniziò a leggere e a tradurre per il grande Inquisitore il diario segreto di Edmond De Luna, avventuriero e portatore della maledizione che avrebbe condotto la bestia a Barcellona.
3.
Trent’anni prima Edmond de Luna era salpato da Barcellona verso Oriente alla ricerca di avventure e prodigi. La sua traversata del mar Mediterraneo lo aveva condotto su isole proibite ignote a qualsiasi carta nautica, a condividere giaciglio con principesse e creature di natura inconfessabile, a scoprire i segreti di civiltà sepolte nel tempo e ad aprirsi alla scienza e all’arte di costruire labirinti, dono che lo avrebbe reso celebre e alla mercé del quale ottenne impieghi e fortune alla corte di sultani e imperatori.
Col passare degli anni, accumulare tesori e godimento aveva perso ogni significato. Aveva saziato la sua sete di ricchezza e ambizione al di là dei sogni di qualunque mortale quando, ormai nel pieno degli anni e consapevole che i suoi giorni si avvicinavano al tramonto, si disse che mai più avrebbe offerto le sue mansioni se non in cambio della prima tra le ricompense, la conoscenza proibita.
Per anni aveva declinato gli inviti a costruire i labirinti più straordinari e contorti poiché nulla di quanto gli venisse offerto lo allettava. Credeva che ormai non ci fosse tesoro al mondo che non gli fosse stato offerto quando gli giunse all’orecchio che l’imperatore della città di Costantinopoli richiedeva i suoi servigi, in cambio dei quali era disposto ad offrire un segreto millenario al quale nessun mortale aveva avuto accesso per secoli. Nel pieno della noia e tentato da un’ultima occasione di riaccendere la fiamma del suo spirito, Edmond de Luna fece visita all’imperatore Costantino nel suo palazzo.
Costantino viveva nella certezza che, prima o poi, l’assedio dei sultani ottomani avrebbe spazzato via il suo impero e cancellato dalla faccia della Terra il sapere che la città di Costantinopoli aveva accumulato nei secoli. Per questa ragione desiderava che Edmond progettasse il più grande labirinto mai creato, una biblioteca segreta, una città di libri che sarebbe vissuta occulta sotto le catacombe della cattedrale di Santa Sofia dove i libri proibiti e le prodezze di secoli di pensiero potessero essere conservati per l’eternità.
In cambio, l’imperatore Costantino non gli offriva tesoro alcuno. Semplicemente un’ampolla, una + boccetta di cristallo intagliato contenente un liquido scarlatto che risplendeva nell’oscurità. Costantino gli porse l’ampolla con un sorriso atipico.
– Ho atteso molti anni prima di poter incontrare l’uomo degno di questo dono – spiegò l’imperatore. – Nelle mani sbagliate, potrebbe essere uno strumento del male.
Edmond lo esaminò curioso e affascinato.
– È una goccia del sangue dell’ultimo dragone – bisbigliò l’imperatore. – Il segreto dell’immortalità.
I claim a bachelor's degree in Translation and Interpreting studies. I can express myself bilingual in Italian, English and Spanish in both oral and written forms.
I can help you communicate with your foreign customers.
As a literature enthusiast, I've always been a translator at heart. Hence, I enjoy artistic/creative translations most of all.
In addition to that, I provide exceptional translation in the marketing/advertising and business fields, mainly of tests regarding the wine sector.
Since I know how powerful words can be, I'll do my best to deliver all that power in the target language.
I am able to work under pressure and adhere to strict deadlines. I have an enquiring mind and I am a punctual, honest and detail-oriented individual.