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Yo quiero ser comparatista ¿y usted?

By Mariana Font | Published  12/1/2014 | Spanish | Recommendation:RateSecARateSecARateSecARateSecIRateSecI
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La historia de la literatura comparada puede entenderse como un subconjunto dentro de la historia de las ideas. En su nacimiento encontramos una escuela francesa, de corte imperialista y etnocéntrica, hacia finales del 1800. Esta primera concepción de la literatura comparada se centraba en el estudio contrastivo de obras de diferente procedencia lingüística, bajo la premisa de la superioridad de unas sobre otras –y la influencia determinante de las primeras. Los nacionalismos de comienzos del 1900 y la exaltación romántica de las lenguas y tradiciones nacionales no son sino una variante de la concepción imperialista: variante que busca situar determinadas identidades en la esfera del canon destacado.
Ahora bien, sería una injusticia histórica no mencionar el esfuerzo de la escuela francesa por crear, mediante la literatura comparada, una lente abarcadora a través de la cual estudiar literatura. Así, cabe citar el ejemplo de Joseph Texte, quien dedica un capítulo de su libro sobre estudios literarios a sugerir la existencia de un fondo común a todas las literaturas (Bou Maqueda, 2003). Sitúese esto dentro de su contexto histórico -1900, nacionalismos emergentes versus ideal de Europa unida, positivismo- y olvídese, por el momento, todo intento de una visión interdisciplinaria. Buscar una serie de aspectos trasnacionales para usarlos como baremo comparativo respondía a la necesidad de sistematizar el estudio de la literatura aplicando el método científico. Se contrastaban así las literaturas de diversas naciones y épocas históricas, siendo especialmente relevante el concepto de “influencia”, cosa que no es de extrañar dado el momento histórico imperialista y euro-centrista.
La llamada escuela norteamericana -que más bien debería llamarse “primera” escuela norteamericana, puesto que posteriormente a la Segunda Guerra Mundial será de aquel continente de donde surgirá todo un nuevo paradigma- es casi simultánea a la francesa, pero se forja desde la lente del “nuevo continente”. No es de extrañar, por tanto, que exacerbe la sensibilidad intelectual por los diversos aspectos humanos que conforman la obra literaria, por encima de diferenciaciones nacionales. Así, el paradigma estadounidense parte de una visión de la humanidad como conjunto y pone énfasis en factores sociales, históricos o raciales como variables para el análisis, como establecía Mills Gayley ya en 1903 (Bou Maqueda, 2003).
Después de la Segunda Guerra Mundial surge en EEUU la llamada “Nueva Crítica”, visión que incorpora el enfoque holístico de la escuela norteamericana llevándolo a tal grado que no se puede entender como evolución natural de ésta sino como producto –revolucionario- de su contexto histórico, tanto a nivel político como ideológico. Si hasta ahora la literatura comparada había consistido más o menos en una historiografía contrastiva de las literaturas nacionales, con mayor o menor centro en factores humanos ajenos a la procedencia, ahora se comienza a dibujar un estudio del objeto literario en sí mismo, alejado de biografías o supuestas intencionalidades. Cabe aquí citar a autores como René Wellek o Erich Auerbach, que urgen a centrarse en el texto y a abandonar pretensiones exageradamente historicistas (Carbonell Camos).
¿Y dónde estamos ahora? En la herencia de los años setenta, pero con un gran camino andado. Es entonces cuando, recogiendo el testigo de los postestructuralistas, las ciencias humanas dejan de buscar recetas metodológicas para adentrarse en reflexiones sobre su propia función y la posibilidad de definirse como ciencias. Lejos de escapar a esta tendencia, la disciplina de la teoría de la literatura se sustenta en ella. Al cuestionarse su propio papel dentro del cuerpo del conocimiento académico, la investigación literaria deja de buscar preceptos para pasar a cuestionarse sus propios instrumentos conceptuales, siendo acusada incluso a veces de alejarse del texto para adentrarse en disquisiciones filosóficas, como si las áreas del conocimiento humano no estuvieran inevitable y difusamente entrelazadas.
Por otro lado, aunque la herencia de la muerte del sujeto y del deconstruccionismo hace que los teóricos de la literatura abandonen las pretensiones metodológicas generalistas, esto no obliga a concluir que, dada la singularidad de cada texto y de cada análisis, hacer teoría de la literatura sea imposible, sino que por el contrario resulta necesario ya que se vuelve obligado establecer expresamente el marco teórico desde el cual se trabaja. En otras palabras, la posmodernidad obliga al crítico literario a cuestionarse y hacer explícito el objeto de su análisis y el espacio desde el cual actúa.
Y es que ese espacio no es neutral. Siguiendo a Foucault (Foucault, 1973), en la construcción misma de significados actúan ya relaciones de dominación, al punto que en las connotaciones de las palabras (por poner un ejemplo de sistema simbólico, aunque el lenguaje no es el único) ya se adivinan –siempre y cuando se analicen - relaciones de dominación. No se trata, pues, de que los significados reflejen el poder dominante, sino que son un mecanismo de poder en sí mismos. Los sistemas de símbolos no son un mero medio entre el sujeto y la realidad, ni tampoco un vehículo transparente para reflejar las representaciones del pensamiento, sino que son una herramienta de dominación, ya que funcionan estableciendo lo que es aceptable y lo que no.
En su libro Cosas Dichas, el sociólogo francés Pierre Bourdieu plantea que “las relaciones objetivas de poder tienden a reproducirse en las relaciones de poder simbólico. En la lucha simbólica por la producción del sentido común o, más precisamente, por el monopolio de la dominación legítima, los agentes empeñan el capital simbólico que adquirieron en las luchas anteriores y que puede ser jurídicamente garantizado” (Bourdieu, 1993). Tal es la concepción que subyace en la nueva tipificación de los estudios literarios como “estudios culturales”. Si entendemos la cultura como un sistema de significados compartidos en cuya construcción intervienen mecanismos de poder, resulta necesario que el análisis de todo artefacto cultural incluya una reflexión sobre los propios significados que ese análisis maneja.
Además, en un mundo en el cual el conocimiento técnico tiende cada vez más a la especialización, los estudios de humanidades, intencionadamente a contracorriente, tienden a buscar una visión holística de las manifestaciones humanas que estudian. Así, los estudios literarios ameritan la integración de disciplinas tan diversas como la sociología, la informática o incluso las llamadas “ciencias económicas”. El profesor Joan Elies Adell explica el sitio donde se ubica, hoy por hoy, la teoría de la literatura: “No seria una definició gaire dolenta de l'actual espai d'investigació en teoria: aquella recerca que sense ser filosòfica, ni lingüística, ni crítica literària les transita totes, burxant en els seus punts d'intersecció, de crisi i de contacte” (Adell, 2005).

Yo quiero ser comparatista ¿Y usted?

No es casual que haya abandonado el término “literatura comparada” unos párrafos atrás, sustituyéndolo por teoría literaria. Si nos preguntamos qué significa ser comparatista, probablemente encontremos que todo lector contemporáneo ejerce el comparatismo con mayor o menor conciencia de ello. Vivimos en un mundo intercomunicado y estamos permanentemente en contacto con textos provenientes no sólo de diversas culturas nacionales sino también de distintos colectivos culturales. Cuando una obra literaria toca una fibra dentro de nosotros y empezamos a diseccionar el proceso afectivo que se activó, estamos ejerciendo el comparatismo, recurriendo –insisto, con mayor o menor conciencia- al acerbo intertextual personal y, si el ejercicio es académico o intencionado, a la intertextualidad menos subjetiva. Incluso quien no ha salido nunca de Sabadell ha sido alguna vez comparatista, qué decir del ya arquetípico treintañero que habla varias lenguas y ha vivido años en diferentes contextos culturales.
Y por fin he llegado a la palabra que quería escribir: “intertextualidad” – y eso que en este artículo no hablaré del hipertexto, que si no no acabríamos ni en dos meses. En su libro El cuento de nunca acabar Carmen Martín Gaite explica cuan imposible sería para una escritora de ficción como ella citar sus fuentes (Martín Gaite, 1983). ¡Si ya es complicado cuando uno escribe un ensayo! ¿Es una fuente la novela que estamos leyendo antes de irnos a dormir, y que marca tal vez el estilo de nuestra retórica? ¿Y la noticia que apareció en la página del yahoo mientras abríamos nuestro correo? ¿Es una fuente aquel poema que nos leyó nuestra madre en voz alta? No temáis, que no divago –creo. Hablo de intertextualidad. Si el comparatista francés de principios del siglo pasado buscaba en la biografía y la biblioteca de determinado autor las claves de su arte, el comparatista posmoderno no tiene cómo establecer de manera objetiva los límites de la intertextualidad que ha sustituido al concepto de “influencia” a la hora de analizar obras literarias.
¿Qué hacer pues? Propongo algo tan arbitrario como establecer “caprichosamente” esa intertextualidad. Y uso comillas puesto que el capricho es ya un itinerario marcado por nuestra subjetividad y nuestro bagaje cultural para vertebrar un análisis válido. Sólo falta explicitar la subjetividad desde la cual se analiza, y emprender la tarea. ¿Puede decirse entonces que existe solución de continuidad entre la antigua noción de “influencia” –que no podía faltar antes en un examen de literatura comparada- y el concepto de “intertextualidad”? Sólo en su vocación, ya que ambas nociones intentan asir aquello que revolotea entorno a una obra literaria, pero buscan en sitios muy dispares.
Yo quiero ser comparatista, puesto que no se me ocurre mejor manera de escapar al etnocentrismo, al homocentrismo, al estadouincentrismo y a todos los ismos de un mundo globalizado, que una manera holística y concientemente subjetiva de estudiar literatura.


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